Dos de entre ellas, dotadas de una forma mucho más
noble, de continente erguido y elevado como el de los dioses, vestidas con su
dignidad natal en una desnuda majestad, parecían los señores de todo, y se
mostraban dignas de serlo. En sus miradas divinas brillaba la imagen de su
glorioso autor, con la razón, la sabiduría, la santidad severa y pura, severa,
pero colocada en esa verdadera libertad filial que constituye la verdadera
autoridad entre los hombres. Aquellas dos criaturas no eran iguales, como tampoco
eran iguales sus sexos: Él estaba formado para la contemplación y el valor;
Ella, para la dulzura y la gracia seductora; Él, para Dios solamente; Ella,
para Dios en Él. La hermosa y ancha frente del hombre y su mirada sublime
anuncian la autoridad suprema: sus cabellos de jacinto, divididos por delante,
caen formando bucles de una manera varonil sobre sus fuertes hombros, pero sin
pasar de ellos. La mujer lleva como un velo su cabellera de oro, que desciende
esparcido y sin adorno hasta su delgada cintura, enroscándose en caprichosos
anillos, como la vid repliega sus flexibles sortijas; símbolo de la
dependencia, pero de una dependencia
demandada con dulce autoridad, concedida por la mujer, recibida por el hombre;
otorgada con una sumisión ingenua.