lunes, 25 de julio de 2011

Paraíso Perdido

Dos de entre ellas, dotadas de una forma mucho más noble, de continente erguido y elevado como el de los dioses, vestidas con su dignidad natal en una desnuda majestad, parecían los señores de todo, y se mostraban dignas de serlo. En sus miradas divinas brillaba la imagen de su glorioso autor, con la razón, la sabiduría, la santidad severa y pura, severa, pero colocada en esa verdadera libertad filial que constituye la verdadera autoridad entre los hombres. Aquellas dos criaturas no eran iguales, como tampoco eran iguales sus sexos: Él estaba formado para la contemplación y el valor; Ella, para la dulzura y la gracia seductora; Él, para Dios solamente; Ella, para Dios en Él. La hermosa y ancha frente del hombre y su mirada sublime anuncian la autoridad suprema: sus cabellos de jacinto, divididos por delante, caen formando bucles de una manera varonil sobre sus fuertes hombros, pero sin pasar de ellos. La mujer lleva como un velo su cabellera de oro, que desciende esparcido y sin adorno hasta su delgada cintura, enroscándose en caprichosos anillos, como la vid repliega sus flexibles sortijas; símbolo de la dependencia,  pero de una dependencia demandada con dulce autoridad, concedida por la mujer, recibida por el hombre; otorgada con una sumisión ingenua.